
El sábado pasado tuve que ir al microcentro ha hacer ese tipo de trámites que los extranjeros con familia amorosa solemos hacer, llámese en mi caso ir al hotel del amigo del sobrino de la amiga de mi mamá que viene a Buenos Aires y que tiene la posibilidad de materializar tantas bendiciones.
Confieso que independientemente del placer que me produce recibir café o cualquier otro embajador de mi país, me emociona el temita de ir al centro. Camino tanto o más que mis primeras semanas en esta ciudad, miro y remiro edificios que para mí son desconocidos -tengo un problemita de memoria que en muchos casos me beneficia pues la capacidad de sorprenderme termina siendo eterna-, me choco con personajes del mundo que como el libro de viajes lo indica se ven obligados a recorrer Florida y Lavalle supongo que por el único motivo que son peatonales, ah y con muuuuucha suerte pueden ver una pareja bailar tango.
El viaje transcitadino viene con el engañoso subte de la mano. En él te enfrentas cara a cara con los ojos y el juicio de todos los que no tienen sueño, un libro, un periódico, música para volar o simplemente nada que pensar.
Si el cerebro fuera recambiable por agotamiento yo creo que solo trabajaría para poder reemplazarlo constantemente, al pobre le doy muy pocos momentos de relax, así que en el subte –como en otros engañosos medios de transporte- prefiero que los pensamientos o inspiración de otros le hagan de spa.
Terminé una pagina -del seductor MEMORIAS DE CLEOPATRA- y como nos íbamos acercando a mi destino lo cerré e hice un barrido horizontal por mis compañeros de viaje y OH OH OH sorpresa ¿que veo? un gordito cancherito cuarentón con sus amigos generacionales que empezó a acercarse a la puerta y sin el más mínimo decoro prendió un cigarrillo, le dio la vueltica como se esconde un porro en la adolescencia y no literalmente -por suerte- se limpio el culo con todos los que estábamos ahí adentro.
Yo soy fumadora y conozco el placer que da la primera pitada pero hay un momento en la vida en que te das cuenta que a escondidas pierde esa sabrosura de ser inaugural. El gordito cancherito no le dio otra pitada, es más pareciera que se sintió incomodo porque más que demostrar que era tan macho como para fumar en el subte lo que quería era demostrar lo bien taimeado -del vr. taimiar- que tenía la distancia entre la entrada a la estación y las puertas abriéndose, lo que en su lectura –supongo- lo hacía un conocedor, y ¿qué da el conocimiento? poder!
Lastima pues su taimeo no tuvo en cuenta que para Metrovías que el tren llegue a la estación no necesariamente implica que nosotros lleguemos a nuestro destino.
Las puertas no se abrían y aquél fumador encubierto segundo a segundo iba perdiendo su poder.
Confieso que independientemente del placer que me produce recibir café o cualquier otro embajador de mi país, me emociona el temita de ir al centro. Camino tanto o más que mis primeras semanas en esta ciudad, miro y remiro edificios que para mí son desconocidos -tengo un problemita de memoria que en muchos casos me beneficia pues la capacidad de sorprenderme termina siendo eterna-, me choco con personajes del mundo que como el libro de viajes lo indica se ven obligados a recorrer Florida y Lavalle supongo que por el único motivo que son peatonales, ah y con muuuuucha suerte pueden ver una pareja bailar tango.
El viaje transcitadino viene con el engañoso subte de la mano. En él te enfrentas cara a cara con los ojos y el juicio de todos los que no tienen sueño, un libro, un periódico, música para volar o simplemente nada que pensar.
Si el cerebro fuera recambiable por agotamiento yo creo que solo trabajaría para poder reemplazarlo constantemente, al pobre le doy muy pocos momentos de relax, así que en el subte –como en otros engañosos medios de transporte- prefiero que los pensamientos o inspiración de otros le hagan de spa.
Terminé una pagina -del seductor MEMORIAS DE CLEOPATRA- y como nos íbamos acercando a mi destino lo cerré e hice un barrido horizontal por mis compañeros de viaje y OH OH OH sorpresa ¿que veo? un gordito cancherito cuarentón con sus amigos generacionales que empezó a acercarse a la puerta y sin el más mínimo decoro prendió un cigarrillo, le dio la vueltica como se esconde un porro en la adolescencia y no literalmente -por suerte- se limpio el culo con todos los que estábamos ahí adentro.
Yo soy fumadora y conozco el placer que da la primera pitada pero hay un momento en la vida en que te das cuenta que a escondidas pierde esa sabrosura de ser inaugural. El gordito cancherito no le dio otra pitada, es más pareciera que se sintió incomodo porque más que demostrar que era tan macho como para fumar en el subte lo que quería era demostrar lo bien taimeado -del vr. taimiar- que tenía la distancia entre la entrada a la estación y las puertas abriéndose, lo que en su lectura –supongo- lo hacía un conocedor, y ¿qué da el conocimiento? poder!
Lastima pues su taimeo no tuvo en cuenta que para Metrovías que el tren llegue a la estación no necesariamente implica que nosotros lleguemos a nuestro destino.
Las puertas no se abrían y aquél fumador encubierto segundo a segundo iba perdiendo su poder.