El ansioso público que se rasgaba las vestiduras por presenciar la final de la Copa Davis se dejó llevar por su anhelo de jolgorio como país anfitrión, empujando a su equipo al segundo lugar.
No es difícil darse cuenta que el tenis es un deporte intimista, no importa si alrededor hay 6.000 o millones de personas, en la cancha son sólo ellos dos -o cuatro- dirigiendo la pelota que se va a ubicar ganando puntos sólo si su cabeza esta de acuerdo.
Bombos, gritos atemporales como vergonzoso as bajo la manga, celebraciones desmedidas por las primeras faltas del gallego, lograron el efecto contrario. Se excedieron tanto que en lugar de animar al jugador con su apoyo y afecto, lo obligaron a que su cabeza registrara su entorno más de lo necesario desatendiendo sus brazos y piernas.
La cancha del polideportivo fué poco a poco volviéndose una gigante olla apoyada sobre un fuego inclemente, un fuego mantenido por la hambrienta hinchada deseosa de levantar hervor hasta cocinar al oponente.
El español tomó impulso y pudo pegar un salto saliendose de la olla y cayendo en un confortable copón.