
Habiendo recibido su sentencia, la noche se presentó amigable y tranquila, nos tomó de la mano y con pasitos almidonados fuimos entrando en ella. Nos tomamos unas cervezas, fumamos como siempre y una hamburguesa hizo de cama en el desprevenido estómago que algo sospechó.
Estaba sentenciada como una noche incógnita en sensaciones, con la posibilidad de ser abandona cuando los treinta y tantos ya se negaran a seguirle el juego, o con la necesidad de recibirla para demostrarnos que nunca seran tantos.
Habiéndose puesto mas madura, nos soltó la mano en una céntrica calle peatonal obligándonos a hacer una fila que en nuestros planes ya estaba tildada. No fué tan grave, entramos, reconocimos, probamos un lugar y el otro, nos decidimos, volvimos, nos separamos, nos encontramos, nos ubicamos y despegamos.
Quién dijo que la felicidad no se puede comprar?
La música entrándote por los ojos, por las manos, por la frente, el DJ adueñándose de tu cuerpo, los ojos de desconocidos habitantes que te encaran y se meten en tu mundo, un mundo compartido, tu sonrisa saliendo sin precaución del fondo de tu alma, tu verdadero yo identificándose como una compañía eterna, grata, apetecible, invaluable.
Las altas puertas fueron las encargadas de mostrarnos que la noche hace mucho se había ido.
Dejó en su lugar una suave mañana digna anfitriona de otro mundo de sensaciones.
Sensaciones que se olvidan. Por lo menos una vez al año es necesario recordarlas. Y si es apología.