Nunca he tenido el placer -ni la plata- de probar las delicias del business class o clase ejecutiva. Mi mayor acercamiento fue en un vuelo de Bogotá a Recife en la primera fila obviamente de la cortina para adentro. Solo dos pasos me separaban del paraíso, del confort, de la atención y los mimos. No por nada los que han viajado en tan exquisita clase aseguran que volver a la mugrosa de atrás puede llegar a ser el peor castigo.
Anoche KISS se instaló por unas horas en el mágico escenario que han sabido crear, la consabida sangre salió de la boca de un Gene, miles de papelitos llovieron por las ondas de Rock & Roll all nite, la batería se Eric se elevó, Paul voló sobre miles de deshidratados fans, destellos iluminaron el cielo y el escenario no paro de explotar. Ningún acto fue sorpresivo y sin embargo todo fue muy emocionante.
Pero el verdadero efecto sorpresa se lo llevo la ubicación.
A medida que se acercaba la fecha empecé a tenerle desconfianza a la platea que hace un mes estaba pagando, pensaba que no sabia calcular bien el tamaño de River y que no iba a ver nada, que la cabina de sonido me iba a tapar el escenario y que mi silla numerada era solo un requerimiento.
Crucé la cortina y estuve en el paraíso.
No solo vi todo el show perfecto -eso sí con la ayuda de mis desechables binoculares- sino que no tuve que estirar una y otra vez mi cuello y mis talones para ver las puntas de las baquetas, además me liberé de los púberes incomprendidos que se tiran al piso en la mitad de una masa humana a enviar mensajitos, y pude bailar, pude tomar fotos sin atravesarle el cuadrado luminoso a mis vecinos, pude oír y disfrutar a KISS sin molestas interrupciones.
Sí, me estoy volviendo vieja y realmente lo disfruto.